El rock ha muerto
Hermann Bellinghausen T
Tóquese a todo volumen: Es sólo rocanrol pero me gusta. Así de simple puso las cosas la banda vertebral liderada por Mick Jagger durante medio siglo. Con tal argumento, un cierto ruido rítmico y eléctrico pasó a dominar buena parte de la música popular y algo de la culta. El género, conglomerado de géneros, evolucionó de juvenil, rebeldón y provocador a negocio redondo, subcultura, inspiración existencial o camino al naufragio para sucesivas generaciones. Banda sonora de millones de vidas, el rock extendió su dominio a la memoria; hoy quién no liga sentimientos, recuerdos, deleites y penas a tal o cual rola. El rock forma parte del alma de la cultura occidental. Y de otras, por colonialismo, sí, pero hubo seducción y reveló la vasta gama de su alcance para el audífono autista y las masas frenéticas en festivales y arenas, para la venta billonaria de copias (hoy bajadas, cuando la reproductibilidad técnica del arte avanza a punta de algoritmos y en satélite). La música es tu amiga especial hasta el fin, te llevará al lado oscuro de la Luna aunque estés muy viejo para rocanrolear y demasiado joven para morir.
Resulta que los semidioses del rock también se acaban. Aparte de los elegidos de los dioses que sucumbieron a las sustancias, el insomnio y la depresión suicida, los irrompibles también se quiebran, envejecen y mueren. Medios, redes y fandoms debaten si el rock agoniza, ante la evidencia de que la limitación temporal alcanza a los más resilientes de sus septuagenarios y octogenarios creadores. Necesitamos aclarar términos. ¿De qué estamos hablando cuando hablamos de rock? Lo popularizaron Chuck Berry y el coqueto Rey de la Pelvis y sus súbditos alrededor del reloj, derivado de la sincopa de los negros urbanos y del folclor anglocelta en ambas orillas del Atlántico. Ese rock tuvo un recomienzo en los años 60: una inesperada vanguardia inglesa de grupos rompió los esquemas, se adueñó del blues, transitó al jazz, lo sinfónico, barroco, oriental, concreto, vodevilesco. En tanto, la cuna del R&B irradió del delta del Misisipi y Chicago a Nueva York y California y tocó con su gracia al vate originario que predijo que los tiempos cambiaban y la respuesta estaba en el viento; dio origen al bigotón madre de la invención y al mestizo de la neblina morada. Los británicos que soñaban con ser Ray Charles la pescaron al hilo y ya no hubo quien los detuviera. Blues y poesía generaron hacia 1967 una eclosión irrepetible de libertad creativa en manos de una generación inteligente y no pocas veces genial.
Piedras rodantes en silla de ruedas, esa generación está muriendo. Se dice que con ella acaba el rock, pues otros géneros ganaron el mercado (¿y eso qué?).
Se duda que existan exponentes sólidos además de Jack White y los Black Keys, se desconfía de Greta van Fleet. Y volvemos a la pregunta por el nombre. Décadas de apasionadas clasificaciones y denominaciones dieron pie a diccionarios y listas tan extensas como los territorios tocados por esta música de músicas. Metal y metal sinfónico, trash, punk, reggae, progresivo, retro, minimalista, electrónica, Soweto Sound, funk, hip hop, pop (¡uta, pop!, tantos significados ha tenido: hubo un tiempo en que Las Puertas y Los Quién calificaban como pop), alternativo, indie. Ahí ustedes agregan sus etcéteras.
Entonces, ¿exactamente qué se está muriendo? ¿O quiénes? Bowie y Cohen nos acaban de dejar una estela lúcida y oscura. Al hacer de sus muertes un último acto, coronaron sus largas e intensas vidas con sendas obras maestras funerarias. Pero fue el finalmente falible corazón del bisabuelo satánico lo que encendió las alarmas.
En realidad, el rock ha muerto siempre. El de la cárcel, el del sueño, el sicodélico, el de combate, el de La Crema y La Banda. Las piedras rodarían a montón luego de que Muddy Waters y Bob Dylan sazonaron al Sargento Pimienta y pusieron los ladrillos para una Pared que cuestionó con eficacia la educación y el control del pensamiento. Proveyeron parque a los palestinos en Gaza y París al compás de Zebda y las piedras volaron. Ayudaron a terminar con las dictaduras en Argentina y Sudáfrica. El arrogante hip hop no existiría sin esa ebullición. Ni el rai argelino. Ni el mestizo mediterráneo. Ni el rock en tu idioma. El Salón de la Fama devino cementerio en vida, pero el cadáver, ¡ay!, siguió muriendo