Miguel A. Aviles

Columna invitada

Mi gusto es… (O la otra mirada) | Los días… los amaneceres

Los días… los amaneceres y luego irme a dormir como un bendito

En un día común de enero, era para que nos anduviéramos entiesando y luciendo las prendas que nos trajo la Navidad para la ocasión.

Pero no.

Algunas mañanas, de las poquitas que llevamos, han sido frescas y sabrosas, como de cualquier otro mes no veraniego, pero no de principio de año.

Esto resulta normal para cualquier otra ciudad, pero no de Hermosillo recién amaneciendo, recién nacido otra vez para vivir esta vida de veinticuatro horas que tenemos para disfrutarla y cantarla y llorarla y degustarla y abrazarla como si fueran las últimas.

Lo cierto es que el clima que sea, llegará sin posibilidad de elegirlo.

Ni tú ni yo decidimos esas otras mañanas de frío intenso del fin de semana pasado, que cala los huesos y te hace mover la quijada como mono de ventrílocuo, quieras o no quieras.

Eso nomás faltaba: que pudiéramos llamar a un número telefónico y cada quien pudiera pedir el clima que así quisiera: “Para mañana en la mañana, voy a querer un poco de frío nomás y de las doce en adelante, mándemelo templado, con calorcito en la tarde-noche para tomarme un par de cervezas muy a gusto y luego irme a dormir como un bendito.

Tampoco elegimos la lluvia tempranera ni el sol de luz intensa y sanadora. No, que va: eso sería demasiada soberbia. O mucho lujo. Puede que hasta sea un riesgo: llegarían las expendedoras de sol o el acaparamiento de lluvias o habría un desabasto de luz.

Puede que lo de este vivir ya esté programado, puede que sea nomás la escenificación de lo ya ensayado, de lo ya escrito bajo la sombra de una nube cargada de agua o de esa piedra que, a punta de golpes, se hizo fuego y luego resplandor.

No lo sé.

De cualquier forma, la vida es tan efímera o tan perdurable, según la precies, según la atesores que, con frío o calor, hay que dejarla llegar como venga.

Todo amanecer es una oportunidad. Eso creo que es, así te agarre en una calle transitada, en una ventana por donde entra ese albor, en el patio donde sorbes ese café, en la playa o el monte, en el cierre de turno de una comandancia, de un hospital, de un regimiento o en esa casa donde tantas veces amaneciste y vuelves a ella, como si un amor entrañable te llamara.

  • Miguel A. Avilés

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