Columna invitada

Mi gusto es… (O la otra mirada) | Le dicen el Tan pero no les puedo decir por qué… o a lo mejor sí

Le dicen el Tan y cacha las monedas con una mejor destreza que un jardinero izquierdo cacharía un elevado o un delfín atrapa con su boca el pescado que le dan a modo de recompensa.

Le dicen el Tan y así lo identifican en su barrio, El Coloso desde donde se deja venir hasta el Mercado Municipal como quien viene a recibir el diezmo que los presentes quieran darle.

A veces desde la ventana, en ocasiones asomándose apenas en la puerta, otras a unas cuartas de distancia, pero él, con la resuelta mirada de un halcón y su greña oscura y pegajosa como quien acaba de levantarse, ya vio la moneda que surca el aire, luego de haber salido de la bolsa de un acomedido para lanzarla al Tan como retándolo.

Y entonces sus brazos son como dos erguidas cobras dispuestas a devorar a su presa en un segundo, la hace suya y se pierden por ahí en su pantalón.

El Tan se llama Ramón Enrique Alonso Salas Favela, cual si nombraran a un personaje de cualquier telenovela y fue uno de los hijos de doña Carmen, esa mujer de muy escuálida figura y blanca piel que un día llegó del Sur, ya con un hijo en brazos y se acuarteló en las inmediaciones del que por muchos años fue su barrio que ya dije, para instalar unos oxidados volantines así ganarse la vida, un tiempo sola pero otros ya no porque habría de saber de amores y juntarse con el Chiquitín, ese hombre de origen yaqui, según decían con quien le dio por formar una familia.

De ambos nació el Tan o el Tan Tan como originalmente era su apodo, del cual no les habré de dar explicaciones porque la única versión que conseguí, en este espacio no tendría cabida, ya que a estas horas no me gusta andar con inmoralidades o, porque, de plano, a unos les puede ganar hasta la envidia.

El Tan, en pleno crecimiento, de pronto se empezó a meter de todo y ahora mira la vida en otra dimensión, en otro lenguaje. Ya ronda los cincuenta de edad y algunas décadas en la loquera, lo cual no ha sido pretexto para andar tumbando gente o correteando a los vecinos con cualquier beligerancia en una mano.

El Tan prefiere andar la ciudad y bajar desde su cuadra a pura caminata, mientras platica con las heridas de un perro, cuchichea con su propia sombra o le hace señas al sol para preguntarle por qué lo tiene así de renegrido.

Cuenta la leyenda o sus biógrafos del barrio que el Tan alguna vez estuvo a punto de emprender literalmente el vuelo, pero a mayor altura que esos volantines que trabajaba su mamá.

Cuentan que el Tan pudo desaparecer en esa ocasión y para siempre.

Fue aquella mañana, cuando le había dado por tomar como su dormitorio el contenedor de la basura y nadie le echó aguas al momento que los trabajadores del servicio público levantaron todo lo que había para transportarlo al hoyo de Bonilla o a donde le guste y mande.

De no haber sido por dos o tres mirones que pudieron gritar a tiempo, el Tan no hubiera tenido precisamente una final feliz.

Pero el Tan nunca le ha hecho daño a nadie y esto de la salvación fue su recompensa.

Por eso el Tan no desapareció en esa ocasión ni para siempre. Convertido en una sola mancha negra y su pelo largo lleno de colillas de cigarro, el Tan bajó del contenedor con la misma destreza que atrapa las monedas.

Por esta y tantas cosas más, el Tan sigue llegando hasta nosotros para vernos con su mirada de halcón, algunas veces desde la ventana, y en otras apenas asomándose desde la puerta.

Miguel A. Aviles

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