Columna invitada

Mi gusto es… (O la otra mirada) | Pobres Roberto Carlos

Llamarse Roberto Carlos y dedicarte al crimen es desperdiciar ese bonito nombre o se está traicionando a quien decidió ponértelo.

Me cae que sí.

Digo esto porque una de las cosas que distinguen a todo ser humano de los demás, es el nombre. De ahí, la enorme importancia de un nombre propio adecuado, mediante el cual nos identificará durante toda la vida.

Pero si te lo ponen es por algo. Es en honor a un pariente, se quiere seguir la tradición familiar, fue para homenajear el aprecio por un amigo o, como supongo es el caso que nos ocupa, porque admirabas a un personaje y quisiste dejar constancia de ello nombrando así a tu hijo.

Supongo que si lo bautizaron como Roberto Carlos es porque papá o mamá o ambos admiraban al famoso cantante o porque, aficionados al balompié, eran hinchas de ese otro talentoso brasileño, el no menos triunfador y lateral izquierdo de la verde amarela en cuya pierna zurda parecía tener un teodolito.

La apuesta entonces es que aquel niño por el cual se honró a estos ídolos populares, hoy en día anduviera en un bar cantando, mínimo, La Carcachita o anduviera muriéndose en la raya como carrilero, aunque sea en las fuerzas inferiores de ese equipito de media tabla llamado Cruz Azul.

Algo así. Pero no posando con los ojitos tapados en la nota roja. Eso no. Pobres señores, muy probablemente fueron presurosos al Registro Civil para bautizarlo así, con la esperanza puesta de que su bebé pusiera en alto tan cotizado nombre y miren nomás con lo que les salió. Al que avizoraban con guitarra en mano ovacionado por el público o anotando un hermoso gol de media distancia, prefirió otro giro y ahora se le acusa de haber privado de la vida a dos personas.

Eso sí que no es Dios. Pero bueno, uno nunca sabe. Si esos afligidos progenitores hubieran previsto en aquellos años que este pasaría entonces le ponen Gregorio en memoria de Goyo Cárdenas o Felipe para glorificar a Felipe Ferra Gómez (a) El Ferra por citar algunos próceres.

Lo que sucede es que unos ponen y las circunstancias disponen. Nuestras descendientes nomás cumplen con no dejarnos orejanos y con la ilusión de que el nombre que portes vaya aparejado con su motivo o su significado. Es todo.

La relación causa-efecto jamás será garantía. Yo, por ejemplo, estuve a punto de llamarme Felipe Ángeles y ya ven: ni tengo el gran intelecto que tuvo el general ni jamás habré de tener el talento de artillero que tuvo el general. Papá y mamá hubieran quedado decepcionadísimos de mí. Peor que los papás del Roberto Carlos, hoy preso.

Sí, me llamo Miguel Ángel, pero eso qué: ni arquitecto, escultor ni pintor. Nada.

Y así le puedo seguir: tengo un compadre que se llama José Alfredo Jiménez (nombre y apellido, para que no haya pierde) pero que yo sepa ni compone canciones, ni canta ni ha ganado más aplausos que dinero. Creo.

Tuve un vecino en mi infancia que se llamaba Porfirio Díaz y no dictaba ni en la escuela. Es más, creo que ni fue.

Es más, su caso podía ser peor al del Roberto Carlos, mi compadre, o el mío. Cuando se llegaba a presentar y daba su nombre, nadie le creía. “ah mucho gusto, Emiliano Zapata, le respondía el interlocutor, pensando que aquél bromeaba.

Todavía más: si sus papás le pusieron Porfirio para que cuadrara con el apellido Díaz, con tal de que alguna vez fuera el dictador de la colonia por más de treinta años, de nada valió. A los meses de nacido le empezaron a decir “El Pío “y así se le quedó.

Chale. Pobre Roberto y pobre Pío. Pobres todos nosotros que presumimos cada uno el nuestro como si fuera invariablemente por algo y para siempre.

En fin, a lo mejor por eso el inolvidable artista del regaee decía esto: “Bob Marley no es mi nombre. Ni siquiera sé mi nombre aún.

A lo mejor. O nomás lo dijo porque andaba más loco que el Roberto Carlos y toditos los que aquí nombré.

Miguel A. Aviles

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